Lo sucedido en los últimos 12
días en el mundo no ha sido normal. En
medio de la desolación por guerras que no acaban nunca, con una desigualdad
enorme entre los seres humanos, atrapados en un cambio climático de
consecuencias catastróficas que impulsa una emigración sin precedentes,
agravada por la crisis económica que provoca la hambruna que nunca nos deja, el
centro de atención de todos los medios de comunicación se ha desplazado de todo
ese horror a focalizarse en torno al cuerpo sin vida de una mujer de 96 años,
desde el momento que los médicos certificaron su muerte hasta que finalmente ha
sido enterrado en su castillo de Windsor.
Vaya por delante que me
encantan las ceremonias grandiosas y con liturgias bien organizadas,
preferentemente si puedo presenciarlas
sentado cómodamente. El cine, la ópera y las iglesias nos ofrecen ese tipo de
espectáculos que en Andalucía alcanzan
una brillantez excelsa en los desfiles procesionales de Semana Santa. Tuve el
gusto de acompañar en los noventa al director general de la Warner que quería ver las procesiones sevillanas y
quedó impresionado de la pompa y majestad de los desfiles, y mucho más cuando
comprendió que las obras de arte que se paseaban eran auténticas antigüedades y
que casi todos los participantes no sólo no cobraban sino que pagaban por
actuar. Sin embargo lo ocurrido estos
días tiene mucho más que ver con el poder
que siempre se ha arropado en la pompa ceremonial de sus apariciones
públicas para impresionarnos, para resultar atractivo pero distante , cercano
pero inalcanzable, para en definitiva tenernos asustados pero entretenidos y
casi contentos. Esto viene de antiguo y lo vemos representado en las
inscripciones faraónicas de hace miles de años, con desfiles del faraón casi
iguales que las que veíamos en el Vaticano hasta hace bien poco con el papa con
tiara y subido en una silla gestatoria.
Isabel II me caía bien porque
a mi madre le gustaba, creo que la consideraba como una hermana menor, y
porque para mí tenía mucho mérito
llevar el vestuario colorido que llevaba rematado con unos sombreros
increíbles, sin que le faltara nunca su bolso, claro que desde 1976 fui
consciente del proverbial mal gusto británico cuando en un bed&breakfast
nos pusieron unas sábanas moradas, consiguiendo superar la sensación que me
produjo tomar fish&chips envuelto en papel de periódico, de forma que
las letras del tabloide se imprimían en
los lomos del pescado. Siempre me admiró su capacidad de saber estar hierática guardando las distancias pero
permitiéndose alguna sonrisa para no parece un pasmarote. Ahora bien, no acabo
de entender el mérito que se le atribuye
como reina, cuando su papel constitucional público es meramente
simbólico, mientras que el que si era su responsabilidad, el de jefa de la
familia real, hay que reconocer que ha sido un fracaso. Yo creo que el
grandioso homenaje que se la ha tributado solo ha sido un pretexto para mayor
gloria de los vivos, como suele ocurrir en las pompas fúnebres.
Lo que hemos visto estos días
ha sido un conjunto de espectáculos diseñados en el siglo XIX, que se estrenaron
en 1901 para el entierro de la reina Victoria, que desarrolló las ideas de su
marido Alberto para acercar la corona al pueblo y para demostrar el poderío del
imperio británico. Luego con ligeras variaciones se ha ido perfeccionando en
los entierros reales habidos y en el singular dedicado a Winston Churchill que
como precio debe sufrir que pisoteen su tumba los soldados que portan los
féretros reales y en general todos los visitantes a la Abadía.
Si es verdad que resultaba
impresionante la formación de doscientos gaiteros abriendo el cortejo con sus
lamentos en si bemol, pero resultan muy escasos si lo comparamos con los dos
mil de la gaiterada que montó
Fraga en sus momentos de gloria, es verdad que casi nadie puede superar, salvo quizá Corea del Norte, que el armón de artillería
que portaba el féretro fuera arrastrado por 84 marineros, pero lo que borda el paño del disparate son
los 48 marineros que hacían de freno. Insufrible me ha resultado el baboseo de
los comentaristas ensalzando sin cesar un protocolo antiguo que quizá impresione
por el exceso hasta el derroche, llegando al colmo de afirmar que la
puntualidad era una virtud británica, qué poco conocen la realidad de esa isla
y sus retrasos, porque para puntuales nuestras corridas de toros que son el único espectáculo complejo que comienza a
la hora exacta. Sinceramente tras tanta fatuidad me sorprendió hasta
emocionarme la sobria despedida del
gaitero de la reina con una maravillosa y breve canción titulada “Duerme,
querida, duerme”.