El 15 de octubre de 1922 nació Carlos Castilla, uno de los intelectuales españoles que más influyó en los jóvenes que hicimos la transición. Sobre él se ha escrito mucho y aunque no ha habido actos oficiales con motivo del centenario, he leído muchos artículos sobre él por lo que no voy a a glosar su talla intelectual que es pública y conocida, aunque un poco menos reconocida de lo que merece, sin duda por su clara posición de hombre de izquierda democrática, con un claro compromiso democrático que tanto le costó.
Somos lo que recordamos, según
uno de sus aflorismos póstumos, y por eso voy a escribir solo sobre los
recuerdos que tengo de él, a sabiendas, como él enseñó, que al recordar hago literatura creativa para reforzar el ser que hoy soy,
por si a alguien le interesan. El primer recuerdo de su nombre fue con 10 años
en una conversación entre mis padres sobre mi abuelo Enrique que tenía un tumor
en la cabeza y sobre la decisión de consultarle,
mi madre tenía dudas por la fama de rojo que tenía Carlos en la buena
sociedad cordobesa y mi padre no tenía ninguna, seguro de su competencia
profesional; la consulta tuvo lugar y confirmó que no había solución médica. Más
tarde, cuando estudiaba ciencias biológicas en Sevilla fui compañero y amigo de
su hijo primogénito, Carlos, y saqué la
impresión de que era un padre mandón que de alguna forma le había obligado a estudiar biología,
una ciencia que a él le parecía apasionante y a mi amigo un rollo frente a ciencias políticas que era
su deseo; entonces era muy común este tipo de relación conflictiva entre padres
y primogénitos.
Algunas noches, en las
vacaciones, estudiaba con Carlos en su casa. Un día antes de acostarse se llegó
a vernos, le enseñamos lo que estábamos estudiando sobre Citología y nos contó cuanto le gustaba esa ciencia y la microscopía de las neuronas y
que él incluso había hecho una variante del método de tinción Rio-Hortega; su hijo fue poniéndose paulatinamente nervioso
mientras yo lo oía atentamente, tanto que me fui con él a un pequeño
laboratorio donde me enseñó su colección de preparaciones microscópicas que vi
en el microscopio y me recordaron los dibujos de Ramón y Cajal. Podría haber
seguido toda la noche conmigo, pues le encantaba compartir su pasión por la
biología y me explicó que no dormía más de tres horas, pero lo llamó Encarnita,
su mujer, para que nos dejara estudiar y la cara de mi amigo era para verla.
Carlos hijo dejó biológicas en
1972 y se marchó a Madrid a estudiar políticas. Los libritos de su padre
empezaban a estar en las habitaciones de
mis amigos y recuerdo especialmente NATURALEZA DEL SABER que tenía mi amiga Lili con una conferencia de ese título que había dado en la universidad
de Madrid en 1969 al poco del asesinato
policial de Enrique Ruano y que se transformó en un acto antifranquista. Fue una
época en la que sus conferencias además de interesantes, eran para
nosotros parte de la lucha por las libertades. Mi pareja desde entonces y yo
tuvimos el privilegio de asistir a la que dio, no recuerdo el título, en la
Facultad de Medicina de Granada y que fue posible porque el rector era Federico
Mayor Zaragoza; había tanta gente que no se podía entrar al aula magna, pero
tuvimos la suerte de que en el cortejo con el rector iba Encarnita que nos vio y subió al estrado, después con nosotros
subieron todos los que cupieron, fue un acto inolvidable en el que hicimos de
fondo. Mi hermana María Pilar también tenía
su libro UN ESTUDIO SOBRE LA DEPRESIÓN y
mi padre también fue comprando libros de él.
En 1974 acompañé desde Sevilla
a Isidoro Moreno a dar una conferencia
al Círculo Juan XXIII de Córdoba y el moderador era Carlos que estuvo muy
cariñoso conmigo al reconocerme, pero tuve la osadía de hacer una réplica al
conferenciante desde mi posición de apasionado
trotskista que provocó una
contraréplica argumentada de él sin ninguna piedad conmigo confirmando su fama
de frío y duro. Llevaba razón, pero fue poco moderado y me dolió, aunque aprendí mucho.
En 1982 siendo yo director de
la Escuela de Magisterio de Córdoba organizamos una conferencia de José Luis L. Aranguren que presentó brillantemente él, luego fuimos a almorzar juntos y la
conversación entre ellos me pareció decepcionantemente
trivial, casi de cotilleos, y para colmo se empeñó en probar el vino que nos
ofrecieron y rechazar dos botellas, que
llevaba razón, seguro, pero me dejó mal sabor de boca.
Muchos años después coincidimos
en el parador de Zafra, desayunando, me acerqué y le dio alegría verme,
charlamos un buen rato, sobre todo sobre mi vida y finalmente le pregunté por
su hijo Carlos del que no sabía nada desde hacía años, me miró con la agudeza
que le caracterizaba para decirme con la voz quebrada que había muerto tras
penosa enfermedad. Los dos nos emocionamos y comprendí que además de un gran intelectual
era un ser humano sensible.
Después he leído sus dos
libros de memorias que son agudos como él y de una gran belleza literaria. Cuando
murió en 2009, mi madre, que era un mes más joven que él, me recordó una frase
que el había dicho sobre el hecho tener muchos hijos en esos años, como ambos
tuvieron, “los hijos se tenían y punto” y que a ella le parecía una gran
verdad. Desde entonces los dos habitan
en mi memoria compartiendo mi admiración aunque sea de modo muy diferente.