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miércoles, 2 de marzo de 2022

BREVERÍAS 36: MI ABUELO ENRIQUE- 3

 



A veces voy de paseo con mis nietos por el campo que linda con muestro barrio, entonces recuerdo que algunas mañanas de hace unos 60 años yo también  iba de paseo por el campo con mi abuelo Enrique  al que acompañábamos a las visitas que hacía al cortijo que estaba aproximadamente a un kilómetro y medio, o a ver la siembra de garbanzos o a supervisar las labores que se hacían en el olivar. A veces nos llevaba de excursión por el gusto de enseñarnos algunos lugares que a él le gustaban especialmente y que en mi memoria se confunden con el paraíso, como el prao Bares o los montes Pirineos que era una zona con vegetación frondosa principalmente de encinas y que tenía bastante pendiente. Todo nos gustaba y él  respondía a nuestras preguntas o nos daba conversación. Esa era una de sus características, que le gustaba conversar con los niños y adaptaba sus respuestas a nosotros, a diferencia de otras personas mayores que siempre estaban muy ocupadas o solo te reñían, él parecía que te escuchaba con atención como si fueras importante.

De campo sabía mucho y le gustaba, como era perito agrícola disfrutaba conversando con mi padre que aunque era un labrador experto solía consultarle cosas para oír su opinión. Recuerdo que discutieron sobre una iniciativa que tomó mi padre de sembrar pimientos para unos conserveros de Murcia, temía que ese cultivo no se iba a dar bien en Córdoba por el exceso de calor,  pero como fue un éxito   le dijo que a partir de ahora él sería el que tendría que consultarle. La verdad es que se llevaban muy bien, lo que a mi me encantaba.

No todas las bellotas  de las encinas son dulces,   es más, en mi experiencia la mayoría no lo son; esto sigue siendo para mí un misterio que desde luego los pastores y los lugareños sabían perfectamente y que guardaban celosamente para hacernos rabiar. Uno entra en un castañar y todas las castañas están buenas sin embargo no es así en un encinar. Mi abuelo tenía localizada una encina que daba las bellotas más ricas que recuerdo, desde luego que él esperaba a que cayeran maduras y regularmente iba recogiéndolas; las guardaba en un cajón de su despacho y como recuerda mi hermana María del Carmen de vez en cuando te premiaba con “una dulce y exquisita”.

Esta maravillosa relación campestre se vino abajo a causa de un tumor cerebral sin solución,  que lo mantuvo en Córdoba mucho más tiempo del  que él deseaba. Fueron algo menos de dos años en los que pasé muchos ratos jugando con él al ajedrez, leyéndole el periódico y contándole cosas que se me ocurrían. De esa época recuerdo sobre todo que me hice su cómplice para que pudiera fumar de vez en cuando, saltándose la estúpida prohibición absoluta que habían decretado los médicos y de la que su Juanita era cancerbera. Compraba en el estanco un paquete de Antillana, que era un tabaco canario con olor  agradable y papel dulce, lo sé porque como era el custodio del tabaco empecé a fumar con 9 años, claro que a escondidas en una de las revueltas de  la calle obispo Fitero, porque la primera vez lo hice en una calle transitada y un mayor me echó una buena bronca. Tenía un buen escondite para el paquetillo y las cerillas y cuando la abuela había salido o estaba muy ocupada le daba uno en el patio y yo encendía la cerilla.

Su salud fue empeorando hasta que el domingo 3 de noviembre de 1963 por la mañana falleció, yo tenía 11 años y 5 meses y estaba en el pasillo  esperando el desenlace mientras en su dormitorio le acompañaban sus mujer e hijas, noté como expiraba  y me asomé a hurtadillas para verlo; me pareció que giró sus ojos para despedirse de mí. El duelo familiar fue intenso y como  la abuela no era  aficionada a la música, prohibió ver la televisión en el único aparato que entonces había en la familia y que se había comprado precisamente para entretenerlo ya que no podía salir. Menos mal que asesinaron a Kennedy el 22 de noviembre y pudimos verlo en la tele, eso sí la prohibición musical continuó vigente mucho más tiempo.

Seguí fumando, e incluso mi padre me cogía cigarrillos cuando de noche se quedaba sin tabaco. El olor del tabaco me lo recordaba y luego  a los 13 años me arreglaron un magnífico traje de chaqueta, tipo embajador, decían,  que le había pertenecido pero que  afortunadamente no  podía servir para los nietos más mayores porque tenía una quemadura de cigarrillo bastante grande que obligaba a recortar la chaqueta. Yo iba orgulloso con su traje que me hacía muy mayor. Ahora, su recuerdo creo que me enseña a ser un mejor abuelo.