A veces voy de paseo con mis
nietos por el campo que linda con muestro barrio, entonces recuerdo que algunas
mañanas de hace unos 60 años yo también
iba de paseo por el campo con mi abuelo Enrique al que acompañábamos a las visitas que hacía
al cortijo que estaba aproximadamente a un kilómetro y medio, o a ver la
siembra de garbanzos o a supervisar las labores que se hacían en el olivar. A
veces nos llevaba de excursión por el gusto de enseñarnos algunos lugares que a
él le gustaban especialmente y que en mi memoria se confunden con el paraíso,
como el prao Bares o los montes Pirineos que era
una zona con vegetación frondosa principalmente de encinas y que tenía bastante
pendiente. Todo nos gustaba y él
respondía a nuestras preguntas o nos daba conversación. Esa era una de
sus características, que le gustaba conversar con los niños y adaptaba sus
respuestas a nosotros, a diferencia de otras personas mayores que siempre
estaban muy ocupadas o solo te reñían, él parecía que te escuchaba con atención
como si fueras importante.
De campo sabía mucho y le
gustaba, como era perito agrícola disfrutaba conversando con mi padre que
aunque era un labrador experto solía consultarle cosas para oír su opinión. Recuerdo
que discutieron sobre una iniciativa que tomó mi padre de sembrar pimientos
para unos conserveros de Murcia, temía que ese cultivo no se iba a dar bien en
Córdoba por el exceso de calor, pero
como fue un éxito le dijo que a partir
de ahora él sería el que tendría que consultarle. La verdad es que se llevaban
muy bien, lo que a mi me encantaba.
No todas las bellotas de las encinas son dulces, es más, en mi experiencia la mayoría no lo
son; esto sigue siendo para mí un misterio que desde luego los pastores y los
lugareños sabían perfectamente y que guardaban celosamente para hacernos rabiar.
Uno entra en un castañar y todas las castañas están buenas sin embargo no es
así en un encinar. Mi abuelo tenía localizada una encina que daba las bellotas
más ricas que recuerdo, desde luego que él esperaba a que cayeran maduras y
regularmente iba recogiéndolas; las guardaba en un cajón de su despacho y como
recuerda mi hermana María del Carmen de vez en cuando te premiaba con “una
dulce y exquisita”.
Esta maravillosa relación
campestre se vino abajo a causa de un tumor cerebral sin solución, que lo mantuvo en Córdoba mucho más tiempo
del que él deseaba. Fueron algo menos de
dos años en los que pasé muchos ratos jugando con él al ajedrez, leyéndole el
periódico y contándole cosas que se me ocurrían. De esa época recuerdo sobre
todo que me hice su cómplice para que pudiera fumar de vez en cuando,
saltándose la estúpida prohibición absoluta que habían decretado los médicos y
de la que su Juanita era cancerbera. Compraba en el estanco un paquete de
Antillana, que era un tabaco canario con olor
agradable y papel dulce, lo sé porque como era el custodio del tabaco
empecé a fumar con 9 años, claro que a escondidas en una de las revueltas
de la calle obispo Fitero, porque la
primera vez lo hice en una calle transitada y un mayor me echó una buena
bronca. Tenía un buen escondite para el paquetillo y las cerillas y cuando la
abuela había salido o estaba muy ocupada le daba uno en el patio y yo encendía
la cerilla.
Su salud fue empeorando hasta
que el domingo 3 de noviembre de 1963 por la mañana falleció, yo tenía 11 años
y 5 meses y estaba en el pasillo
esperando el desenlace mientras en su dormitorio le acompañaban sus
mujer e hijas, noté como expiraba y me
asomé a hurtadillas para verlo; me pareció que giró sus ojos para despedirse de
mí. El duelo familiar fue intenso y como
la abuela no era aficionada a la
música, prohibió ver la televisión en el único aparato que entonces había en la
familia y que se había comprado precisamente para entretenerlo ya que no podía
salir. Menos mal que asesinaron a Kennedy el 22 de noviembre y pudimos verlo en
la tele, eso sí la prohibición musical continuó vigente mucho más tiempo.
Seguí fumando, e incluso mi
padre me cogía cigarrillos cuando de noche se quedaba sin tabaco. El olor del
tabaco me lo recordaba y luego a los 13
años me arreglaron un magnífico traje de chaqueta, tipo embajador, decían, que le había pertenecido pero que afortunadamente no podía servir para los nietos más mayores
porque tenía una quemadura de cigarrillo bastante grande que obligaba a
recortar la chaqueta. Yo iba orgulloso con su traje que me hacía muy mayor.
Ahora, su recuerdo creo que me enseña a ser un mejor abuelo.
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