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sábado, 25 de diciembre de 2021

BREVERÍAS 23. RECUERDOS DE MI ABUELA PILAR



El primer recuerdo que tengo de ella es tras la muerte de su marido, el abuelo José María Casado, tendría yo unos seis años. Vivía en la avenida del Generalísimo nº6, antes avenida de Canalejas y ahora Ronda de los Tejares. Siempre iba con mis padres y su piso tenía un salón muy luminoso que daba a la avenida, orientado al sur y presidía un piano, porque ella había estudiado la carrera de piano completa y lo tocaba de vez en cuando. Luego recuerdo un pasillo muy largo y al fondo su dormitorio con dos camas muy altas, o al menos me costó mucho trabajo subirme a la que había sido de mi abuelo, una noche que dormí allí con ella. Me gustaba el salón porque, mientras los mayores  hablaban de sus cosas, yo me entretenía mirando por el balcón a la avenida que siempre tenía movimiento y animación, era un no parar de personas, y sobre todo porque en la acera de enfrente, delante de los almacenes Fuentes Guerra, estaba la parada  de autobuses más concurrida de Córdoba. Su dormitorio me gustaba casi más porque no había nadie, daba al norte y si mirabas para abajo estaba el patio de maniobras de Almacenes Roses,  donde no paraban de entrar y salir vehículos y se oía el sonido chirriante de cortar hierros, pero si mirabas para arriba se veía el borde de la Sierra y especialmente las ermitas.

Era una abuela más mayor y  más pequeña que Juana, nos tenía un amor incondicional a los nietos que para ella éramos los más guapos e inteligentes del mundo,  una abuela como dios manda. Hicimos con ella un viaje de ida y vuelta a Huelva, unos 500 km, para el acto solemne de la confirmación de los votos religiosos  de su hija Fernanda, fue digno de Berlanga: no sé  cuántos íbamos en la furgoneta  DKV, creo que más de una docena entre adultos y niños, pero ella iba cómodamente sentada sobre un cojín de lana en una silla baja con asiento de  enea, que  mi padre ató hábilmente a la estructura metálica del asiento trasero, que tiempos.

Cuando ella tenía unos 82 años vivía  con su hija Goyita en el 2ºA del nº 5 de la calle Burell, también en Córdoba,  y resultó que mi tía decidió irse a Francia a aprender francés y el “Consejo de familia” acordó que no podía quedarse sola cuando se iba Carmen,su asistenta, y le ofrecieron que eligiera entre dos nietas mayores y ella decidió que  estaba de acuerdo en tener compañía pero prefería que fuera yo, un poco más chico con 13 años. No es que yo fuera su “ojito derecho” es que ella era muy inteligente y no quería nadie que hiciera de espía, se metiera en sus cosas y la controlara sobre todo en la comida, pues era diabética y golosa; me conocía suficiente para saber que yo tenía un precio que ella estaba dispuesta a pagar: la libertad y la comida. Me acomodó en la habitación de servicio que tenía un cuarto de baño dentro, una ventana que daba al sur  y otra  al patio de luces desde el que podía ver su dormitorio; para un niño que compartía dormitorio con dos hermanos y  una casa con una patulea, aquello era el paraíso con mesa propia, flexo y una radio nueva que mi tía le había regalado a ella y que me cedió para sellar el compromiso.

Estrené adolescencia con derecho a vida privada y poder estudiar oyendo música y  viendo la luna desde la cama. Mis obligaciones comenzaban al volver del colegio por la tarde, cuando tras merendar en casa me iba a la de la abuela, charlábamos un ratito y ella se iba a su cuarto a rezar rosarios delante de una gran vitrina con sus santos favoritos y yo a estudiar; al poco la cena que  hacíamos juntos, casi siempre era huevo pasado por agua, que le salían magistralmente en su punto rezando dos avemarías desde que arrancaba a hervir, y salchichón  y queso con pan bombón de La Purísima. Todos los días Carmen le traía, del Economato de los Ferroviarios, medio cuarto de salchichón Rolpho recién cortado que nos repartíamos amistosamente, un vaso de leche caliente y una torta apestiñada completaban la colación, una maravilla gourmet, luego le daba un beso y ella a su cuarto y yo al mío. Por la mañana  casi nunca la veía y camino de mi casa para desayunar, por encargo de mi madre solía pasar por el despacho del Horno de la Cruz en  San Miguel, que sigue  allí,  para recoger una docena de tortas pujadas que siguen siendo una maravilla. Siento que el último recuerdo que tengo de ella fue triste, porque cuando murió tenía yo 17 años y  me tocó ayudar a bajar su ataúd por una escalera imposible.

Ella me enseñó muchas cosas y sobre todo a como hay que tratar a los nietos para ganar su lealtad y así sortear mejor el exceso de celo que a veces tienen los hijos.