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jueves, 8 de abril de 2021

MEMORIA DE LO COTIDIANO neonormalidad 49

 


Cuando llega  Navidad o Semana Santa nos suele invadir la nostalgia del mundo de sabores y olores de nuestra infancia; la memoria de lo cotidiano nos ancla a nuestra familia, a nuestras raíces y al pasado en general. Añoramos sobre todo la comida de nuestras madres, seguramente porque comemos todos los días y  porque es lo más fácil de reproducir del mundo de ayer. Los que recordamos nuestra vida anterior a los locos sesenta del siglo XX, sabemos lo que han cambiado las cosas, incluso las más cotidianas. No tengo que cerrar los ojos ni hacer mucho esfuerzo para ver a mi madre en la cocina, por la mañana  temprano, metiendo en la hornilla abierta en el poyete, papel y unas maderitas  a las que metía fuego con una cerilla para que luego prendiera en los carbones que una vez incandescentes iban a permitir calentar la leche o tostar el pan, si había sobrado del día anterior y si no, me mandaba al Horno de la Cruz a comprar tortas. Era una cocina que generaba poca basura porque las sobras más abundantes eran restos vegetales de los que se encargaban una docena de gallinas que teníamos en un gallinero en la terraza, así los huevos eran frescos; luego, esa habitación fue costurero  y lugar de oír la radio en las siestas y finalmente, cuando la familia creció mucho, el dormitorio que compartía con mi hermano José María y que aunque era muy frío nos encantaba porque estaba independiente al otro lado de la terraza.

Los que vivimos esa época  hemos visto segar a mano, trillar en la era, aventando después para separar el grano  de unas espigas que habíamos visto nacer y crecer en campos con surcos arañados con el mismo arado  tirado por animales como en tiempos de los romanos. Los más jóvenes ya no saben nada de esto. Andrés,  uno de mis sobrinietos, viendo un imagen de un teléfono de sobremesa con disco marcador, los modernos que aparecieron a principio de los setenta, no sabía que era. Todo va tan deprisa que cuando hablo de mis recuerdos parece que tuviera más de mil años.

Ordenando libros he encontrado un elegante catálogo de una exposición de la Fundación Machado que tuvo lugar al acabar los fastos del  92, la portada es la foto que ilustra este artículo que copia su título. El catálogo, con textos magníficos de autores reputados como Antonio Gala o su paisano Muñoz Molina entre otros, nos lo  dedicó Paco “Tito”  muy cariñosamente a mano  de forma  primorosa, lo hizo mientras hablábamos con él, con la misma letra en la que está escrito un maravilloso texto sobre su memoria  del que entresacaré algunos párrafos para continuar con sus palabras que expresan mejor  que las que yo podría escribir, lo que es la memoria de lo cotidiano.

“Mi Memoria: Siempre he envidiado a las personas que poseen la virtud de la memoria. Gracias a ellas podemos todos saber algo más de nosotros mismos. Son como legajos que, aunque algo borrosos o picados por la carcoma, sin necesidad de leerlos nos dicen una y otra vez el camino que hemos recorrido. Y es por esto que, desde que poseo razón, escucho atentamente y con admiración a toda persona que tiene algo que decirnos…

Cuando yo tenía solo once años, dejé de ir a la escuela para trabajar con mi padre y aprender el oficio que, para mí, es como una carrera universitaria, sin libros de texto, pero sí con los exámenes que cada día tiene uno mismo que ponerse. Todo mi afán era parecerme a los “mitos” que, en repetidas conversaciones, eran recordados por los viejos. El que mejor y en menos tiempo hacía su tarea diaria…Yo he conocido treinta alfarerías en la calle Valencia y he querido aprender lo mejor de cada uno de sus maestros y, al final, sólo he aprendido lo que sé.

Eran tiempos difíciles  a mediados de los cincuenta donde, además de trabajar muy duramente, apenas se sacaba para comer…Sin embargo y, muy a pesar de todo, recuerdo aquello con añoranza. Había comunicación entre compañeros. Era hermoso ver como en cualquier momento y en cualquier alfarería, podían juntarse ocho o diez maestros para saborear el tabaco de una única petaca que, en ocasiones, se había cultivado de forma clandestina en el corral de alguno de ellos. Era hermoso ver como los demás ayudaban a terminar la tarea algún domingo al más atrasado, para después tomarse entre cuatro una botella de vino “aguado” y disputada en una partida de cartas. Era hermoso ver como cualquier cochura era compartida entre varios y, en invierno, entre demasiados. Era bonito, aunque triste, ver cómo cualquier carguero de la Loma, o del Condado, o casi del límite con Albacete, llegaba con sus burros o su carro para comprar unos “duros” de labor al precio que estuviera el duro.

Ahora todo es distinto y, como consecuencia de las necesidades de consumo que nosotros mismos nos hemos impuesto, nos hacemos más ambiciosos y deshumanizados…Es necesario, pues, alimentar el espíritu con la memoria de lo cotidiano, mientras reconstruimos el presente para que perdure nuestra profecía,…lo que hemos sido y lo que somos ahora. Mi memoria son los cacharros que continuamente me hablan de un pasado que siempre debemos tener presente”

Paco “Tito” es un alfarero de Úbeda que nos honró con su amistad, heredada de la que tenía con nuestros amigos Ana Córdoba  y Alberto Fdez. Bañuls. Lo visitamos en su taller del número 22 de la calle Valencia, la calle de los alfareros, dónde compartimos cigarrillo con su padre, el abuelo “Tito” que seguía trabajando en el alfar haciendo infinitos trébedes mínimos y que diariamente decía: “A las doce, pobre o rico, un cigarrico”, ante de que falleciera en 1998. Paco es un artista que  hoy con 78 años sigue creando en el alfar del sótano y arriba está un museo que nadie debería perderse porque si hay algo ancestral en nuestra cultura es la cerámica que siendo utilitaria alcanzó muy pronto carácter artístico y la saga sigue con Pablo “Tito”, su hijo,  y seguirá, seguro, porque en nuestra tradición somos polvo, hecho barro, que animado por un alfarero divino  cobra vida para luego finalmente volver a ser polvo,… no nos engañemos.