El primer recuerdo que tengo
de ella es tras la muerte de su marido, el abuelo José María Casado, tendría yo
unos seis años. Vivía en la avenida del Generalísimo nº6, antes avenida de
Canalejas y ahora Ronda de los Tejares. Siempre iba con mis padres y su piso
tenía un salón muy luminoso que daba a la avenida, orientado al sur y presidía
un piano, porque ella había estudiado la carrera de piano completa y lo tocaba
de vez en cuando. Luego recuerdo un pasillo muy largo y al fondo su dormitorio
con dos camas muy altas, o al menos me costó mucho trabajo subirme a la que
había sido de mi abuelo, una noche que dormí allí con ella. Me gustaba el salón
porque, mientras los mayores hablaban de
sus cosas, yo me entretenía mirando por el balcón a la avenida que siempre
tenía movimiento y animación, era un no parar de personas, y sobre todo porque
en la acera de enfrente, delante de los almacenes Fuentes Guerra, estaba la
parada de autobuses más concurrida de
Córdoba. Su dormitorio me gustaba casi más porque no había nadie, daba al norte
y si mirabas para abajo estaba el patio de maniobras de Almacenes Roses, donde no paraban de entrar y salir vehículos
y se oía el sonido chirriante de cortar hierros, pero si mirabas para arriba se
veía el borde de la Sierra y especialmente las ermitas.
Era una abuela más mayor y más pequeña que Juana, nos tenía un amor
incondicional a los nietos que para ella éramos los más guapos e inteligentes
del mundo, una abuela como dios manda. Hicimos
con ella un viaje de ida y vuelta a Huelva, unos 500 km, para el acto solemne
de la confirmación de los votos religiosos de su hija Fernanda, fue digno de Berlanga: no
sé cuántos íbamos en la furgoneta DKV, creo que más de una docena entre adultos
y niños, pero ella iba cómodamente sentada sobre un cojín de lana en una silla
baja con asiento de enea, que mi padre ató hábilmente a la estructura
metálica del asiento trasero, que tiempos.
Cuando ella tenía unos 82 años
vivía con su hija Goyita en el 2ºA del
nº 5 de la calle Burell, también en Córdoba, y resultó que mi tía decidió irse a Francia a
aprender francés y el “Consejo de familia” acordó que no podía quedarse sola
cuando se iba Carmen,su asistenta, y le ofrecieron que eligiera entre dos
nietas mayores y ella decidió que estaba
de acuerdo en tener compañía pero prefería que fuera yo, un poco más chico con
13 años. No es que yo fuera su “ojito derecho” es que ella era muy inteligente
y no quería nadie que hiciera de espía, se metiera en sus cosas y la controlara
sobre todo en la comida, pues era diabética y golosa; me conocía suficiente
para saber que yo tenía un precio que ella estaba dispuesta a pagar: la
libertad y la comida. Me acomodó en la habitación de servicio que tenía un
cuarto de baño dentro, una ventana que daba al sur y otra
al patio de luces desde el que podía ver su dormitorio; para un niño que
compartía dormitorio con dos hermanos y
una casa con una patulea, aquello era el paraíso con mesa propia, flexo
y una radio nueva que mi tía le había regalado a ella y que me cedió para sellar
el compromiso.
Estrené adolescencia con
derecho a vida privada y poder estudiar oyendo música y viendo la luna desde la cama. Mis
obligaciones comenzaban al volver del colegio por la tarde, cuando tras
merendar en casa me iba a la de la abuela, charlábamos un ratito y ella se iba
a su cuarto a rezar rosarios delante de una gran vitrina con sus santos
favoritos y yo a estudiar; al poco la cena que hacíamos juntos, casi siempre era huevo pasado
por agua, que le salían magistralmente en su punto rezando dos avemarías desde
que arrancaba a hervir, y salchichón y
queso con pan bombón de La Purísima. Todos los días Carmen le traía, del
Economato de los Ferroviarios, medio cuarto de salchichón Rolpho recién cortado
que nos repartíamos amistosamente, un vaso de leche caliente y una torta
apestiñada completaban la colación, una maravilla gourmet, luego le daba un
beso y ella a su cuarto y yo al mío. Por la mañana casi nunca la veía y camino de mi casa para
desayunar, por encargo de mi madre solía pasar por el despacho del Horno de la
Cruz en San Miguel, que sigue allí,
para recoger una docena de tortas pujadas que siguen siendo una
maravilla. Siento que el último recuerdo que tengo de ella fue triste, porque cuando
murió tenía yo 17 años y me tocó ayudar
a bajar su ataúd por una escalera imposible.
Ella me enseñó muchas cosas y sobre todo a como hay que tratar a los nietos para ganar su lealtad y así sortear mejor el exceso de celo que a veces tienen los hijos.
4 comentarios:
Maravilloso. Me encanta conocer mejor a mi familia a traves de tus relatos. KEKA
Gracias, querida sobrina
Que bueno!
Me ha encantado el relato.
Casi he podido oler las tortas...
Conocí muy poco a la abuela Pilar, sobretodo recuerdo su pelo muy largo y blanco, cuando se lo cepillaban alguna de las titas. También su sonrisa, me recuerda a la de mi madre, su hija.
Gracias primo Juan, por traernos esos bonitos recuerdos.
Mencanta que os traiga recuerdos
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